This article is also available in English.
Escondido entre las dunas del sudoeste de la provincia de Buenos Aires, el pueblo vacacional de Monte Hermoso bulle de actividad: es verano, y las playas de la localidad desbordan de veraneantes. Niños y niñas corren por el lugar, construyendo castillos de arena, jugando con un surtido de pelotas y riendo. Mujeres y hombres reposan sobre tumbonas, sus pieles relucientes con protector solar y lociones bronceadoras. Jubilados y pensionistas caminan sin cesar a lo largo de la línea costera, charlando en animados grupos de dos, tres y cuatro.
La escena no diferiría mucho de otros destinos de playa alrededor del mundo -por ejemplo, Málaga, Rimini, o Piriápolis- de nos ser por un detalle particular: sin importar cuánto suba la temperatura, las aguas azul profundo permanecen vacías. Nadadores, surfistas, kayakistas; nadie está allí. La razón es simple: debajo de la superficie del océano, bancos de criaturas fantasmagóricas y tentaculares esperan. En tierra, la situación puede parecer bajo control humano, pero aventurarse sólo unos pasos dentro del agua implica estar hasta la rodilla en territorio de medusas.
Olindias sambaquiensis es un depredador acuático y translúcido. Su pequeño cuerpo alcanza típicamente los 9″”10 centímetros de diámetro, y está coronado por 38 tentáculos capaces de proporcionar una dolorosa picadura. Es una de las 689 especies de medusa que habitan la región sudoeste del océano Atlántico; en la Argentina, sólo se utiliza una palabra para referirse a cualquiera de ellas, sin distinción: “aguaviva”. Cada verano, entre 500 y 1.000 casos de picaduras de medusa se reportan en Monte Hermoso; no existe otro lugar en el país donde la picadura de medusa sea tan probable como aquí. La contradicción es ineludible: ¿Por qué alguien construiría un resort vacacional en un lugar en el que tanto los baños en el mar como los deportes acuáticos se tornan imposibles por lo que acecha en las aguas?
En el caso de Monte Hermoso, la respuesta obedece a un sutil accidente de la historia. De manera similar a otras ciudades y pueblos vacacionales de la región sur de Buenos Aires -como Mar del Plata, o Mar del Sur- el resort se estableció originalmente como un refugio para las clases acomodadas de la sociedad argentina. Durante la primera mitad del siglo 20, las élites visitantes se alojaban en el Hotel de Madera, un gran hotel al estilo europeo con salones de baile, billares, bar, cine y hasta una orquesta en vivo. En aquellas épocas, tomar sol o bañarse en el mar no eran actividades que gozaran de buena consideración; eran tiempos pudorosos, y la mera exposición de una rodilla podía escalar rápidamente al tono de un escándalo menor. Como resultado, la presencia de medusas, sin importar cuán peligrosas, o ubicuas, no era motivo de preocupación. Las cosas, sin embargo, han cambiado: las élites dejaron Monte Hermoso por destinos más glamurosos como Punta del Este, en Uruguay; una piel bronceada ya no es sinónimo de trabajo manual de baja calidad, sino de la posesión de valioso tiempo libre; y las medusas que plagan las aguas se han convertido, a pesar de sus cuerpos transparentes, en un problema muy visible para un pueblo cuyo bienestar económico gira alrededor de una franja de mar y playa.
El caso de Monte Hermoso no es único. Los bancos de medusas han obstruido redes de pesca, interrumpido operaciones de acuicultura marina y provocado breves pánicos en playas y lugares tan distintos como Inglaterra, Japón y el Mar de Azov. En años recientes, docenas de plantas nucleares alrededor del globo han tenido que cesar sus operaciones debido a la proliferación espontánea de medusas: las mismas cañerías que aspiran agua con fines de enfriamiento son susceptibles a aspirar medusas en cantidades industriales. Los barcos de gran porte también se encuentran expuestos al fenómeno. En el 2006, el USS Ronald Reagan, un sofisticado portaaviones nuclear, quedó momentáneamente fuera de servicio después de atravesar un banco de medusas. Desde entonces, las cosas no han hecho más que empeorar.
La explosión de las medusas a nivel mundial se debe a una serie de factores interrelacionados. Una de las principales causas es la sobrepesca de sus predadores naturales, como el atún, que a su vez elimina la competencia por el alimento y el espacio para reproducirse. En paralelo, diversas actividades humanas en zonas costeras también ayudan a explicar el fenómeno: en aquellas partes del mundo donde enormes cantidades de nutrientes son volcadas al mar (en forma de residuos agrícolas, por ejemplo) se producen explosiones de poblaciones de algas y plancton, que consumen el oxígeno del agua y generan las denominadas “zonas muertas”. No muchos peces y mamíferos acuáticos pueden sobrevivir en éstas áreas, pero las medusas sí, y además encuentran en el plancton una fuente de alimentación abundante e ideal. Una vez que las poblaciones de medusas logran establecerse, las larvas de otras especies terminan siendo parte del menú también, generando potenciales desarreglos en la cadena trófica del ecosistema.
Las medusas son, además, uno de los pocos ganadores naturales del cambio climático, ya que su ciclo reproductivo se ve favorecido por el ascenso de temperatura en los ciclos oceánicos. Sin embargo, este no es el único factor ambiental a considerar. Existe evidencia de que ciertas especies de medusa se reproducen con mayor facilidad en zonas cercanas a estructuras costeras artificiales, como muelles y embarcaderos. Por esta razón, es difícil dilucidar si los esfuerzos por detener, o incluso revertir el cambio climático representan una solución a la creciente presencia de medusas en los mares, al menos mientras se sigan generando problemas en ecosistemas costeros y cadenas alimenticias marinas. Por otra parte, e incluso en un contexto en el que se pudiera identificar al cambio climático como la causa central de la explosión de poblaciones de medusas, estaríamos hablando de una solución a largo plazo, sin vistas a obtener respuestas que ataquen el problema en el corto plazo.
Hasta la fecha han habido varios intentos para contrarrestar el efecto de las medusas en varios lugares alrededor del mundo. Los ejemplos más notables incluyen la utilización de redes anti-medusa en playas del Mediterráneo, trituradoras con hojas de acero amarrados en las quillas de portaaviones en China (para evitar crisis al estilo USS Ronald Reagan), y el uso de robots asesinos en Corea del Sur. Sin embargo, ninguno de estos intentos ofrece una solución real al problema: las redes anti-medusa terminan atrapando todo lo que se mueve (poniendo otras especies marinas en riesgo), y tanto los esfuerzos chinos como surcoreanos se enfocan más en la protección de activos estratégicos (barcos, plantas de energía) que en abordar las causas sistémicas de la proliferación de medusas.
Entretanto -y no lejos de Monte Hermoso- un científico enarbola una idea más interesante: si queremos resolver el problema de las medusas, debemos dejar de verlas como una molestia, y comenzar a verlas como comida.
“Sí, yo soy el Hombre-Medusa”, bromea Agustín Schiariti desde su oficina del Instituto Nacional de Desarrollo Pesquero (INIDEP).
La sede central del INIDEP se encuentra en Mar del Plata, una ciudad portuaria que se desdobla como el destino veraniego más popular de la Argentina, unos cientos de kilómetros al este de Monte Hermoso. El edificio del instituto, una estructura de ladrillo y líneas sencillas puntuada con enormes ventanas rectangulares, se erige sobre un masivo rompeolas que separa la base de submarinos de la ciudad de la lujosa franja de costa conocida como Playa Grande. En éste lugar, docenas de científicos y estudiantes de doctorado trabajan en proyectos de ciencias marinas aplicadas que van desde el monitoreo satelital de las condiciones del mar argentino hasta el desarrollo de programas piloto de pesquería para especies como el pez limón y el pulpo. Aquí, en el marco del programa de Ecologías Pesqueras, Schiariti lidera la investigación sobre las medusas.
Su oficina parece confirmar el apodo: fotos de coloridos especímenes, mapas oceánicos y notas garabateadas con nombres científicos de especies y subespecies cuelgan de las paredes. Sobre el escritorio, una medusa de peluche se apoya en el costado de un monitor, y arriba, un par de docenas de libros sobre medusas descansan en una estantería flotante.
“Las regiones costeras de todo el mundo han visto mucho desarrollo en las últimas décadas. Hemos instalado plantas nucleares y fábricas, construido hoteles y resorts para turistas”, dice Schiariti. “Dirigimos recursos a un sinnúmero de lugares que previamente habían visto poco o nulo desarrollo, y pocos años después notamos que casi todos los veranos, una enorme cantidad de medusas aparece en estos espacios, o en las cercanías de una planta de desalinización que fue instalada hace menos de una década”.
El científico no considera que el cambio climático sirva como explicación a la proliferación de medusas a nivel mundial y, pese a que el fenómeno sea visto como una maldición para muchos, también puede ser percibido como una bendición. “La proliferación se vuelve un problema alrededor del planeta, y en paralelo, existen maneras para beneficiarnos de ella. La producción de alimentos es, quizás, la más realista y viable de todas”, dice.
Schiariti, con su disposición amable de profesor universitario, ha estado estudiando la dinámica poblacional de las medusas durante los últimos 15 años. Su experiencia de campo, sumada al contexto global de un crecimiento exponencial de la población humana, lo ha llevado a promover la medusa como una fuente de alimentación.
Para empezar, es importante reconocer que la medusa tiene valor nutricional. Son, básicamente, “proteínas, agua y sal, con bajo a nulo contenido graso”, explica. “No las consideraría un plato principal, pero funcionan bastante bien como acompañamiento para otras preparaciones”.
“Tuve la oportunidad de probar medusa en distintas circunstancias y platos a lo largo de los últimos años,” continúa. “Tiene una textura extraña, al menos para mis estándares: suave y crujiente al mismo tiempo. ¿Es eso siquiera posible? En lo que respecta al sabor, no es tan mala se puede llegar a imaginar. Es salada y de un sabor ligeramente suave, casi como un brote de soja. Ciertamente no lo más memorable que se puede probar, pero tampoco lo peor.”
Schiariti quiere que la gente–los argentinos, pero también otros a lo largo y ancho de América y más allá–se ponga en los zapatos de aquellos que ya consumen medusa, en lugares como China, Japón, Indonesia y Tailandia. “En Occidente, los consumidores no piensan en la medusa como comida, y los pescadores la consideran una captura inservible, en el mejor de los casos. Pero no es así en todas partes”, remarca. “Al Este de Asia, la medusa es parte del menú hace décadas. Se la consume en sopas, snacks y ensaladas, entre otras formas. No todos en Asia la consumen de la misma manera, ni siquiera consumen las mismas especies, y me gustaría enfatizar este aspecto. Los japoneses, por ejemplo, no consumen las mismas especies de medusa que la gente de China. Esto es una ligera prueba de que la medusa es capaz de atravesar barreras culturales y aún así ser considerada una fuente de valiosa alimento en lugares muy distintos”. No todo es optimismo; Schiariti suaviza su entusiasmo y concede que sólo 20 especies, de las miles que existen, son demandadas por estos países, por lo cual la pesca de medusas estaría limitada por el gusto de los consumidores.
De todas formas, Schiariti argumenta que el desarrollo de una pesquería de medusa podría traer alivio a los pescadores artesanales del planeta, ofreciéndoles una fuente extra de ingresos. Argentina, por su parte, cuenta con una de las plataformas marinas continentales más extensas del planeta (más amplia que la de Brasil, y aproximadamente de la mitad del tamaño de la de Estados Unidos) y es en este tipo de aguas que las medusas abundan. Por otra parte, los futuros beneficios que pueda deparar la pesca están atados a la disponibilidad de inversiones y educación en la materia, y es aquí, según Schiariti, donde se presenta uno de los mayores desafíos.
“Los políticos aún ven el tema con incredulidad”, admite, “pero millones de personas ya consideran la medusa como alimento”. La respuesta se adivina en el aire: si se puede abastecer a tales mercados, el potencial económico es enorme.
La misión de Schiariti no es nada sencilla. En la Argentina de hoy es difícil encontrar el tipo de apoyo público y privado que una pesquería de medusa requiere. La economía del país atraviesa una crisis de grandes proporciones, y la industria pesquera refleja tanto errores presentes como pasados: embarcaciones obsoletas, salarios estancados, costos operativos altos y la competencia de pesqueros ilegales se presentan como los más sobresalientes. Sólo en Mar del Plata, cuatro barcos pesqueros se han hundido desde 2015, llevándose consigo la vida de 30 marineros. Dado que los casos aún se encuentran bajo investigación oficial, las causas exactas no se han establecido con precisión; entretanto, especialistas y familiares de las víctimas apuntan a factores como negligencia gubernamental. Según datos de la Cámara de Industrias Navales de Mar del Plata, la edad promedio de la flota pesquera es de 40 años, y los problemas de mantenimiento son moneda corriente. Nada parece fácil: incluso si limitáramos la conversación al tema de viabilidad económica, cualquier proyecto pesquero que involucre a la medusa estaría expuesto a los mismos problemas sistémicos que aquejan al sector pesquero en su totalidad.
En añadido, el desafío de persuadir al resto del mundo para que cambie sus preferencias culinarias e incluya a las medusas en el menú no es sencillo y genera distintos interrogantes: ¿Puede la medusa ser rechazada por los consumidores y, al mismo tiempo, ser aceptada por los pescadores para proveer a otros mercados? Schiariti cree que comer medusa puede ser visto como un acto de empatía cultural, una manera acercarnos a otro tipo de cultura, de entender distintas maneras de pensar, y más precisamente, de pensar la comida.
Antes de finalizar la entrevista, Schiariti me entrega un pequeño paquete de plástico con inscripciones en chino. Al tacto, se siente como agarrar un colchón de agua en miniatura relleno de bandas elásticas. “Medusa, para que pruebes”, dice. “Es de este año, así que supongo que es seguro para comer”. No suena muy confiado. Le agradezco y vuelvo a casa. Mientras manejo, no puedo evitar sentir que estoy por alcanzar un pequeño triunfo. Pronto, los contenidos del paquete que llevo en el bolsillo de mi chaqueta se convertirán en el último eslabón de la larga serie de comidas inusuales que probé a lo largo de mi vida.
Unos días después de mi entrevista con Agustín Schiariti abro el paquete de medusas y coloco un puñado de tiras en un recipiente con agua. De esta manera, según me comentaron, la carne perderá parte de su contenido de sal y se volverá más sabrosa. Ya tengo decidido cómo voy a comerla: primero, probaré un par de piezas sin ningún tipo de añadido para tener una impresión limpia del sabor. Después, y asumiendo que el sabor no sea espantoso, añadiré el remanente a una ensalada de tomate y lechuga, y rociaré todo con aceite de girasol y reducción de aceto balsámico para ver cómo se integra a esta simple preparación.
Mientras espero a que la medusa esté lista, empiezo a leer una serie de artículos que exponen el pensamiento de Carolyn Korsmeyer, una filósofa del gusto y el tacto que trabaja en la Universidad de Buffalo. Sus ideas sobre las comidas extrañas e inusuales son muy enriquecedoras; abordando la famosa cena anual del Club de Exploradores, donde más de un millar de investigadores e intelectuales se visten de gala para celebrar el “instinto explorador” degustando comidas como insectos o testículos de toro, Korsmeyer escribe:
Comer es necesario, placentero–e inevitablemente destructivo. Las comidas extrañas generan no solo disgusto, sino también otras emociones como simpatía, lástima y curiosidad. ¿Son estas emociones útiles como guías culinarias? ¿Cómo deberíamos evaluar las emociones que emergen cuando nuestra atención está vívidamente enfocada a la identidad de lo que estamos comiendo?
Korsmeyer parece dirigirse a la pregunta más amplia de qué constituye el gusto. En principio, sabemos que es construido, temporal y subjetivo. Factores sociales, económicos, culturales y religiosos influyen nuestras dietas y contribuyen a hacer del gusto un concepto difícil de encasillar, con infinitas ramificaciones. El placer, por supuesto, también es un concepto flexible, y cuando se asocia a la comida puede tomar diversas formas. Para algunos, estará representado por un tomate libre de pesticidas; para otros, será el costillar de un animal que cazaron ellos mismos. En ésta línea, Korsmeyer argumenta que las comidas inusuales “tienen la capacidad de ocupar el tipo de funciones simbólicas que ocupa el arte, la transformación de la aversión en placer, del disgusto en delicia.”
Dos horas ha pasado; la medusa debería estar lista. Voy a la cocina, paso los contenidos del recipiente por un colador de pasta y me quedo mirando las tiras de carne espectral, intentando decodificar su simbolismo. ¿Qué significa esto para mí? Agarro una pieza y la sostengo frente a mis ojos, y pienso en las duras vidas de los pescadores de General Lavalle, un pueblo sobre la Bahía de Samborombón al norte de Mar del Plata. La medusa chorrea agua. ¿Cambiará mi percepción el hecho de ingerirla?
Muerdo una pedazo. Tiene un ligero sabor a mar, y la textura no es tan fibrosa, gracias a Dios. Mientras mastico, empiezo a creer que Korsmeyer tiene un buen argumento: la curiosidad puede, en efecto, funcionar como una guía culinaria. Después de todo, es una de nuestras más antiguas guías para todo, desde territorios a descubrimientos científicos, sentimientos y más, una fuerza que conecta pasado, presente y futuro. Trago el primer bocado y recuerdo una de las líneas finales de La Biblioteca de Babel, el cuento de Jorge Luis Borges: “La certidumbre de que todo está escrito nos anula o nos afantasma”.
No hay curiosidad posible sin un grado de incertidumbre, y el pensamiento de que éstas cualidades emocionales me trajeron hasta aquí–a este momento de comida, de vida–me hace sentir bien, en calma. Agarro otro pedazo. No está tan mal, después de todo.
How We Go To Next fue una revista que exploró el futuro de la ciencia, la tecnología y la cultura de 2014 a 2019. Este artículo es parte de nuestra sección The Future of Food, que abarca nuevas innovaciones que cambian todo, desde la agricultura hasta la cocina. Haga clic en el logo para leer más.